8 de febrero de 2015

Amor y guerra

© Francisca González Campos
Los inviernos traen a la bisabuela serios catarros. Tras un sustillo, ya la tenemos de nuevo en casa, con ganas de seguir hablándonos de su pasado. Hoy nos va a contar cómo eran los noviazgos en tiempos de guerra civil en España. Y también, cómo se casó dos veces y... ¡en el mismo día!


- ¿Cuándo conociste al bisabuelo?
- Yo tenía doce años y él, catorce. Yo aún llevaba calcetines y él, pantalón corto.

- Los calcetines y el pantalón corto significan que aún erais niños...
- Claro: cuando la mujer ya se ponía 'vestida de largo', dejaba los calcetines y usaba medias. Y sólo los niños llevaban pantalón corto; los mayores no.

- ¿Dónde vivías entonces?
- Vivía con mis padres y mis hermanos en Huelva, en la calle Miguel Redondo. Mi madre ya había tenido el accidente* y nos habíamos mudado a casa de mi tía Rita, su hermana. Cuidar a mi madre me estaba suponiendo mucho esfuerzo: ella cada vez se iba quedando más incapacitada y lavarla, vestirla, ponerla a andar o cambiar de lugar su sillón me provocó un ‘desate de sangre’.

*(Sobre el accidente de madre Manuela, consultar capítulo Aprenciendo a cocinar)

- ¿Qué quiere decir un ‘desate’?
- Que el ciclo venía más seguido de lo conveniente. Entonces fui a don José Quintero a explicarle lo que me ocurría y me dijo: "No te asustes; estas cosas suelen pasar, estas cargando con demasiado peso. Vete a casa y dile a tu padre que venga y que hable conmigo". Mi padre volvió del médico con una receta y me mandó, con mi prima Eduarda, a por las medicinas.

- Estabas casi siempre con tus primas, ¿verdad?
- Sí, yo las quería mucho. En aquel entonces, eran mis únicas amigas. Luego, también lo fueron las hermanas de mi marido.

- Sigamos con la historia. Ibas entonces con tu prima…
- Eso es: Íbamos a buscar las medicinas para mí y, en la calle Concepción, pasamos por delante de un 'refino': una tienda de tejidos, que aquel día tenía una cortina echada en el escaparate. La cortina tenía un agujero y las dos, llenas de curiosidad, nos asomamos por él. Entonces vimos a un chiquillo que a mí me llamó mucho la atención; me pareció muy lindo. Después, nos fuimos, riéndonos, a seguir con nuestros mandados.

- ¿Y él te vio?
- No lo sé, pero yo creo que ya me había visto antes. El caso es que, al día siguiente, nos mandaron a comprar café a un almacén de la calle Puerto donde lo tostaban al peso. Te llevabas, por ejemplo, un kilo -o medio kilo- calentito y ya lo molías en casa. Mi prima y yo comprábamos poca cantidad y así teníamos la excusa de salir, sin que estuviera mal visto. Aquel día, una vez comprado el café, íbamos de nuevo por la calle Concepción y, frente al refino, vimos a un grupo de chavales tomando algo. Yo le dije a mi prima: "Mira, Eduarda, el chiquillo del escaparate está ahí". Entones, para sorpresa nuestra, se levantó y empezó a seguirnos sin decir nada. Las dos nos mirábamos, preguntándonos: "¿Qué querrá este muchacho?".

- ¿Os siguió así, sin más?
- Nos seguía a cierta distancia, con disimulo, pero nosotras nos dimos cuenta. Y, justo cuando llegamos a la casa de mi tía, antes de entrar, se adelantó y se interpuso en la puerta. "Quiero ser tu amigo", me dijo. Yo, nerviosa y con la cara subida de colores, le pregunté: "¿Y cómo es eso?" A lo que respondió: "Si tu quieres, vendré a verte todos los días, al salir de trabajar". Y así hizo.

- ¿Y qué dijeron tus padres?
- Al principio sólo se lo dije a mi madre, porque a ella se lo contaba todo. Le conté que se llamaba Pepe, que era de los Guil de Huelva y que los dueños del refino lo querían mucho porque era muy trabajador y responsable. Ella aún podía hablar, mal pero se le entendía. Me dijo que quería verle. Cuando él se enteró, respondió muy resuelto: "¡Ahora mismo! No tengo ningún inconveniente". Entonces, con permiso de mi madre, abrí el portón. Él se quedó de pie en la entrada, en silencio. Ella, desde su sillón, lo miró durante unos minutos, tras los cuales asintió y me hizo un gesto con la mano para que cerrara de nuevo. Y fue así, sin mediar palabras, cómo mi madre dio su visto bueno. Pepe venía todas las tardes en bicicleta, estaba un ratito hablando conmigo en la puerta y, luego, se iba a su casa. En aquellos tiempos los noviazgos eran así, sin apenas pasear y guardando las distancias y el respeto.

- ¿Cómo se enteró tu padre?
- Al morir mi madre, nos fuimos a vivir a la calle Alfonso XII con la tía Paulina y sus hijas, Eduarda y Carmela. Recuerdo que la disposición de las casas era algo especial, porque había que entrar por el piso de ellas para llegar al nuestro. El caso es que, el primer día, nada más llegar, mi tía le dijo a mi padre: "Juan, tenemos un problema; hay que hablar". Mi padre, preocupado, le preguntó qué ocurría. Y ella le dijo: "La niña tiene novio". Mi padre no se esperaba aquello y no quiso seguir hablando del tema. Pero mi tía insistió: "Su madre, antes de morir, conoció al muchacho y consintió que se hablaran; así que tienes que ceder". Entonces mi padre, más bien contrariado, tuvo que aceptarlo, aunque puso una condición: que nos viéramos siempre en el escalón de la calle. Mi prima Eduarda, que era mayor que yo, ya le hablaba a otro muchacho y se ponía con él, cerca de nosotros, junto a una reja. Cuando veíamos llegar a mi padre, rápidamente yo me metía dentro de la casa y Pepe se iba calle abajo para darle tiempo a entrar sin que se tuvieran, ni siquiera, que mirar.

- ¿Estuvisteis mucho tiempo así?
- No mucho porque pronto comenzó la guerra civil. Un día estábamos en la puerta de la casa y empezaron a sonar disparos. Pepe se fue rápido, en la bici, a buscar a su madre. Mi padre salió para decirle que entrara, pero él ya se había ido. Entonces me dijo: "¿Pero cómo no has hecho entrar al muchacho?" Aquello lo entendimos como una cierta simpatía por él y debió ser así porque, desde entonces, ya se daban las buenas noches. Pepe le llevaba a su madre todas labores que yo bordaba para mi ajuar, para que supiera lo mucho que yo valía. Pero, como te digo, todo esto no duró demasiado porque, con dieciséis años, lo hicieron soldado para la guerra. Sus hermanos, Juan y Tomás, eran aviadores y, con ellos, se fue a Sevilla, al cuartel de Tablada. Él iba ilusionado porque le gustaba volar.

- ¿Os escribíais durante la guerra?
- Nos escribimos muchas cartas. Yo tenía miedo de perderle y recé todos los días a Santa Rita. Todavía me parece increíble que ni a él ni a sus cuatro hermanos (Fernando, Tomas, Juan y Ramón) les pasara nada, ni siquiera a los dos que volaban.

- ¿Y qué pasó a la vuelta de la guerra?
- Dicen que cuando va a ocurrir algo importante, las santas suelen mandar alguna señal a quien les reza. Casi terminando la guerra, volvía yo de comprar y una vecina, a la que conocía de vista, me llamó, desde la puerta de su casa, para presentarse formalmente. Me invitó a entrar para conocer a su madre y me enseñó su patio lleno de rosales en flor. Al finalizar la visita, me regaló un ramo de aquellas rosas para que lo pusiera en mi comedor. Pensé entonces que igual sería una señal de la santa y le dije a mi prima: "Eduarda, ¿vamos a esperar el tren?" Pedimos permiso a mi tía y fuimos corriendo a la estación, que estaba a dos pasos de la calle Alfonso XII. Mientras estábamos en el andén yo le decía: "Mira que si viniera Pepe en ese tren…". Y ella me respondía: "¡Ay… Qué fantasiosa! ¡Si ni siquiera te ha mandado un telegrama!" En esas estábamos cuando el tren hizo su entrada y, justo por la mitad del convoy, vi asomada una cara sonriente haciéndome señas con la mano: ¡era él!

- Una vez finalizada la guerra, ¿Pepe siguió trabajando en la tienda de telas?
- No. Los soldados podían elegir entre reengancharse al ejército o volver a su casa. Él eligió formarse como radiotelegrafista en la academia militar. A los que se quedaban en las tropas, primeramente les enseñaban a leer, a escribir y a contar. Él no lo necesitó porque ya lo había aprendido en el refino. Para estudiar lo mandaron de Sevilla a Granada, de ahí a Extremadura y finalmente a Valladolid. En ese tiempo, que fueron tres o cuatro años, no nos vimos, sólo nos escribimos. Cuando se graduó y sacó su plaza de radiotelegrafista en vuelo, ya con su primer sueldo, me escribió pidiéndome que me casara con él. Me decía que no podíamos seguir viviendo separados por distintas tierras y que, si yo estaba de acuerdo, pediría permiso a mi padre. Así que, con 22 años yo y con 24 él, decidimos casarnos.

- ¿Pepe volvió entonces a vivir a Huelva?
- No. Solicitó un mes de permiso para volver a Huelva, celebrar la boda y llevarme con él. Me pidió que tuviera todo preparado, hasta las maletas, para que nos casáramos nada más llegar y poder marcharnos en seguida.

- ¿Qué preparativos hiciste?
- Fui a la iglesia de la Concepción y hablé con el cura. Hice las amonestaciones y la toma de dichos sin él, porque estaba en Valladolid. Mi padre me acompañó a todo. Yo ya tenía el ajuar terminado.

- ¿Qué llevaba tu ajuar?
- Muchas cosas bordadas para empezar mi nueva vida: sábanas, colchas, manteles, servilletas, toallas y ropa a estrenar.

- ¿Cómo fue vuestra boda?
- Fue por la mañana y dimos un desayuno. Hubo muchos invitados porque mi madrastra y mi padre tenían sus compromisos y la familia de Pepe también. Contratamos un taxi -de los dos o tres que solamente había en Huelva-. El conductor era Paco Isidro, un cantaor de flamenco muy conocido por sus fandangos. Fue muy amable y nos llevó a todas partes hasta el final del día. Pepe llegó en camioneta desde Valladolid la noche antes. Fue a la boda vestido de militar. Mi traje no fue blanco porque había hecho la promesa de que, si no le pasaba nada a los míos en la guerra, me casaría con el hábito de santa Rita.

- ¿Es un hábito de penitencia?
- Sí. Llevaba una falda larga, negra, amplia y fruncida al talle. Por arriba tenía una blusa, también negra y amplia, que llegaba hasta las caderas y que se amarraba a la cintura con una correa negra de cuero. De ese cinturón caía, por delante, otra correa larga. En la cabeza, me puse una pamela de paja pequeña, con un lazo negro y un velo pequeño y oscuro delante de los ojos. El traje me lo hizo mi tía y quedó muy bonito. Ella le añadió unos vivos en color plata para hacerlo más alegre. Así iba yo, con un ramo de flores naturales en la mano.

- ¿Adónde os fuisteis tras casaros?
- Nada más acabar la boda, Paco Isidro nos llevó en su coche a recoger nuestras maletas. Primero fuimos a casa de Pepe. De rodillas, recibimos la bendición de sus padres. Luego fuimos a mi casa. Antes de irme, mi hermana Mercedes se echó a llorar, diciéndome: "Si te vas, me quedo sola…". Yo la abracé y le prometí que, en cuanto encontráramos una casa en Sevilla, se vendría a vivir con nosotros. 'Mi Pepe' estuvo de acuerdo porque la quería mucho, ya que la había tratado desde niña. Y no tardamos en cumplir la promesa. De hecho, Mercedes estuvo viviendo con nosotros hasta que 'la casé'.

- ¿Entonces os fuisteis a vivir a Sevilla?
- No. Primero teníamos que volver a Valladolid pero, aprovechando el permiso de un mes que traía Pepe, paramos en Sevilla y en Madrid para hacer un poco de turismo. Todo lo que vi me pareció muy hermoso. Recuerdo con mucho cariño los paseos en barquita por el río Pisuerga. Fue una época bonita y feliz. Al llegar a Valladolid, Pepe solicitó traslado para los cuarteles de Tablada, en Sevilla y ahí empieza un nuevo capítulo de mi vida. Por cierto, no te he contado que me casé dos veces.

- ¿¡Dos veces!?
- Sí, y en el mismo día. Verás: cuando acabó el casamiento y recibimos las bendiciones, fuimos a casa de mi padre a recoger mi maleta. Allí encontré una nota del cura de El Corazón de Jesús, que decía que nuestro matrimonio no era válido, que nos habíamos casado ‘a espaldas de la Iglesia’. Rápidamente nos fuimos en taxi a ver a aquel cura. Pepe le dijo: "Padre, ¿cómo es eso de que no estamos casados?" El cura dijo que no aceptaba ese matrimonio porque yo no había vivido siempre en Alfonso XII y que había elegido la Concepción, que no era la iglesia que me correspondía. Por más que intentábamos explicarle, el hombre no entraba en razón. Así que Pepe, con muy buen humor, concluyó: "Padre, si es cuestión de lo que me figuro, le pago ahora mismo y nos casa de nuevo, que prefiero estar casado dos veces que ninguna". Y así fue.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

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